Vivimos en la psicosis colectiva
posterior a los atentados de París, y poco a poco la monotonía suple nuestra
evidente falta de cordura, entendida como un estado de ausencia de serenidad,
como si nos tuviéramos que tomar en serio la probabilidad de morir en un
atentado yihadista en una sociedad tan vigilada como la nuestra. Porque si
analizamos nuestras opciones de “irnos al otro barrio” en un horizonte cercano,
creo que es más probable que nos caiga una maceta con flores paseando por la
calle que saltar por los aires mientras estamos sentados en una terraza de un
bar cualquiera. Es más, puestos a elegir una actividad de riesgo más bien me
pondría al volante de un coche, o compartiría mi vida con un animal de cuatro
patas llamado “hombre”, tan predispuesto a ejercer su superioridad con el sexo contrario
cuando se le tuerce la autoestima.
Ya
hace tiempo que me explicaban en la universidad que un edificio no puede ser al
cien por cien seguro, por mucho que nos empeñemos en rigidizar la estructura,
pues el coste económico sería inasumible para el posible comprador. Y sin
embargo, cada vez exigimos un entorno más seguro y predecible, aún a costa de
generar una falsa conciencia de seguridad, en una sociedad en la que nos
sentimos incapaces de asumir riesgos más allá de nuestras catástrofes naturales
habituales. Por eso me sorprendo del esfuerzo de unos y de otros, de gobernantes
y de ciudadanos, por despejar incertidumbres, a toda costa, incluso
sacrificando nuestras propias libertades individuales. En fin, será cuestión de
construirse un búnker o de comprar un arma.